La aldea Quejá es un símbolo. De un sistema de reducción de desastres incapaz de cumplir sus obligaciones de ley ante el anuncio de un diluvio potencialmente mortal. Del recuerdo de las 58 personas que murieron soterradas al paso de la tormenta Eta. De un gobierno indolente que tardó siete meses en declararla inhabitable. De una Guatemala en la que decenas de familias se han visto obligadas a regresar a vivir a un lugar donde saben que les acecha la muerte.
Una de las maravillas naturales de El Salvador, lugar predilecto de descanso de la clase pudiente del país, lleva años recibiendo contaminación de restaurantes, quintas y comunidades. La desidia de las entidades municipales, ministerios, Policía y Fiscalía ha creado el escenario perfecto para que los depredadores ambientales se lucren del lago que contaminan con sus desechos. La jueza ambiental de Santa Ana hace maniobras para controlar al “monstruo” y culpa de la impunidad ambiental al Ejecutivo y a la Fiscalía. La situación tiene víctimas: los 8,000 habitantes de 17 cantones que utilizan cotidianamente el agua del lago y que, pese al temor de enfrentarse con los poderosos del lugar, empiezan a organizarse para resistir.
A la aldea Cedeño en Honduras se la está comiendo el mar. La agricultura extensiva, la tala irracional de los bosques de manglar y las granjas de camarón, junto al cambio climático, están provocando la migración masiva de sus habitantes. La comunidad se enfrenta a la voracidad de grandes empresas que anteponen el lucro a la sostenibilidad ambiental y a una institucionalidad pública debilitada y cooptada, de la que no obtienen respuestas.